Aquella
niebla que caía sobre los montes y los bosques, fría y densa, igualaba el
mundo.
Los sonidos
en esta niebla, se amortiguan, se hacen opacos, no van más allá de la propia
niebla. Los bordes del paisaje se desdibujan y no parecen reales.
Me gusta la
niebla. Pasear entre estas nubes bajas que hacen que el paisaje parezca una
colcha recién tendida.
El ruido de
las hojas muertas bajo las pisadas del paseante parece, a mis oídos, como si
estuvieras volando, no hay norte ni sur, ni arriba ni abajo, solo la niebla.
El bosque se
vuelve mágico, sus habitantes, quietos y serenos, te observan desde los
matorrales, todo puede suceder, por un momento todos somos habitantes del mismo
mundo.
Cuando la
niebla empieza a ser opresora, cuando su frío te ha calado hasta los huesos y
el cabello está empapado, cuando parece que te falta el aire, cuando comienza
el miedo... un rayo de luz, tímido y blanco ha encontrado un hueco en ese
colchón blanco.
La luz se
abre camino, la niebla tiembla y se diluye, huye del fondo de los valles y de lo
profundo del bosque. El sol vuelve a ganar la partida devolviéndole al entorno
un aspecto fresco, frío y joven.
Pero por un
momento, todo fue blanco.